Entre la multitud de conmemoraciones que han tenido lugar en los dos últimos años ha pasado desapercibida una de importancia fundamental: el inicio de la guerra de Granada. Importante, ante todo, para Andalucía, cuyo nacimiento, en sus límites actuales, con su fisonomía actual, fue consecuencia de aquella guerra; importante para todo el conjunto español, en trance entonces de consolidación como unidad estatal. Y no es exagerado decir que tal acontecimiento tuvo trascendencia europea, pues no sólo el espacio mediterráneo sino incluso la cuenca danubiana, puerta de acceso a la Europea Central, estaban en peligro ante el tremendo empuje de la potencia otomana. Aunque muy alejada de los principales campos de lucha, la existencia de un reino islámico a retaguardia de la Europa cristiana era una amenaza; cierto que su poder militar era pequeño, sin comparación posible con las fuerzas unidas de Castilla y Aragón. Pero, ¿qué sucedería si a través de África del Norte o de los puertos de Málaga y Almería le llegaban refuerzos? Una hipótesis no desdeñable, porque los granadinos, conscientes de su debilidad, ponían sus esperanzas en la ayuda de sus correligionarios. Tampoco hay que olvidad que la tercera parte de la población del reino de Valencia y una proporción elevada de los de Murcia y Aragón profesaba también el Islam.